1. Un comienzo
La niebla del amanecer cubría el campo de batalla. Athayr lo contemplaba atentamente desde la entrada de su tienda. Llevaba allí mucho tiempo, desde antes de que el sol comenzase a teñir de naranja el cielo nocturno. Se cubría con una manta de piel de ciervo, pues el frío era considerable; pero permanecía descalzo, sintiendo la rugosidad de la tierra bajo sus pies. Aquella tierra por la que él y todo su ejército iban a luchar en pocas horas, por la que tal vez fuesen a morir cientos, o miles... o quizás él mismo... Y sonrió, porque al fin y al cabo, la Profecía deciá que eso no sería así, y que al final del día, cuando la sangre cubriese la hierba y la tierra del campo de batalla, se levantaría sobre el cadáver de su enemigo, alzaría como un trofeo su cabeza cortada y sería proclamado rey. Pero eso sería la final del día que a penas estaba comenzando en aquellos momentos, y sentía que aún le faltaba una eternidad de lucha y dolor y muerte antes de que llegase ese momento.
-Mi señor.-la mano de Wytt en la espalda lo sacó de sus pensamientos-. Mi señor, ¿qué hacéis ahí descalzo? No es un buen momento para enfermar.-le dijo el joven escudero.
Athayr se volvió hacia él, sonriente, y le revolvió el pelo castaño.
-La Profecía dice que los reyes no enfermamos, ¿sabes?
Los ojos azules de Wytt se abrieron como platos y una exclamación quedó cortada en su garganta. Athayr lo dejó allí y apartó la tela de la entrada para introducirse en la tienda.
-¿Os burláis de mí, mi señor?-le preguntó el chico mientras corría tras él un segundo después.
-¿Por qué habría de hacerlo, chico? Me han repetido tantas veces esa Profecía desde que tenía tu edad, que me sé de memoria hasta el último punto.
El muchacho le miró parpadeando atónito.
-¿Y qué queréis decir con eso, mi señor?
Athayr cerró los ojos y sacudió la cabeza.
-Realmente nada, Wytt. Nada en absoluto.
Ninguna cosa pesaba tanto sobre los hombros de Athayr como aquella maldita Profecía que regía todos y cada uno de sus movimientos desde hacía casi diez años. ¿Por qué? ¿Quién les decía que era él ese futuro rey? ¿Y si ahora moría en esta batalla? ¿Y si se negaba a salir de nuevo a luchar y ver morir a tantos hombres, a tantos amigos? ¿Quién les decía que no podía casarse con Leah si ambos se amaban y estaban de acuerdo? ¿Una Profecía? ¡Los hombres hacen las profecías, no las profecías a los hombres! Y en ese momento se dio cuenta de que si esa noche por fin era rey, nada podría evitar qeu hiciese su voluntad, pues esa era la última línea de la Profecía.
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"... La Estrella Púrpura se alzará sobre el Enemigo abatido, levantará su cabeza, y la Casa de Reh volverá a reinar en Ancta. Así fue dicho por los Dioses. Y así se cumplirá."
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Caía la lluvia, resonando como los pasos de miles de soldados con armadura que caminasen sobre el techo de paja de la casa. Athayr estaba asomado a la ventana, con la barbilla apoyada en los antebrazos, observando atentamente la tela de araña que resistía heroicamente contra viento y agua.
Entonces se fijó en la figura oscura que caminaba por el sendero en dirección a la casa. Se apoyaba en un bastón tan retorcido como parecía la propia espalda del caminante. Se cubría con un manto con capucha pardo, o tal vez negro, bajo el que a penas se vislumbraban un par de botas gastadas y otro de manos como garras de águila; pero era imposible saber si se trataba de hombre, mujer, humano o de cualquier otra raza. Se acercaba con paso firme y la lluvia parecía no molestarle ni dificultar su camino, así que cuando Athayr se decidió a ir a avisar a su madre, el misterioso visitante ya estaba golpeando la puerta de la casa con su bastón.
-¡Madre!-gritó mientras se oían un par de toques, madera contra madera- ¡Hay alguien en la puerta!
Su madre ya salía de la cocina, limpiándose la harian de las manos en la tela que colgaba de su cinturón para tal menester.
-¿Has visto quién es, hijo?-preguntó al chico mientras se aproximaba a la puerta.
-La verdad es que no se le veía la cara. Llueve y lleva capucha.
Abrió con un crujido, justo cuando el bastón iba a golpear de nuevo. El viento y la lluvia mojaron las zapatillas de ante de su madre, que miraba perpleja la figura que tenía ante sí.
-¿Me vas a tener aquí fuera con este tiempo?-resonó la voz chirriante de urraca bajo la capucha. Y con un gesto del bastón, su madre se apartó para que pudiese entrar. Se encaminó a la mesa, se sentó en una silla y por fin Athayr pudo ver su rostro cuando echó la capucha hacia atrás.
-Mi señor.-la mano de Wytt en la espalda lo sacó de sus pensamientos-. Mi señor, ¿qué hacéis ahí descalzo? No es un buen momento para enfermar.-le dijo el joven escudero.
Athayr se volvió hacia él, sonriente, y le revolvió el pelo castaño.
-La Profecía dice que los reyes no enfermamos, ¿sabes?
Los ojos azules de Wytt se abrieron como platos y una exclamación quedó cortada en su garganta. Athayr lo dejó allí y apartó la tela de la entrada para introducirse en la tienda.
-¿Os burláis de mí, mi señor?-le preguntó el chico mientras corría tras él un segundo después.
-¿Por qué habría de hacerlo, chico? Me han repetido tantas veces esa Profecía desde que tenía tu edad, que me sé de memoria hasta el último punto.
El muchacho le miró parpadeando atónito.
-¿Y qué queréis decir con eso, mi señor?
Athayr cerró los ojos y sacudió la cabeza.
-Realmente nada, Wytt. Nada en absoluto.
Ninguna cosa pesaba tanto sobre los hombros de Athayr como aquella maldita Profecía que regía todos y cada uno de sus movimientos desde hacía casi diez años. ¿Por qué? ¿Quién les decía que era él ese futuro rey? ¿Y si ahora moría en esta batalla? ¿Y si se negaba a salir de nuevo a luchar y ver morir a tantos hombres, a tantos amigos? ¿Quién les decía que no podía casarse con Leah si ambos se amaban y estaban de acuerdo? ¿Una Profecía? ¡Los hombres hacen las profecías, no las profecías a los hombres! Y en ese momento se dio cuenta de que si esa noche por fin era rey, nada podría evitar qeu hiciese su voluntad, pues esa era la última línea de la Profecía.
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"... La Estrella Púrpura se alzará sobre el Enemigo abatido, levantará su cabeza, y la Casa de Reh volverá a reinar en Ancta. Así fue dicho por los Dioses. Y así se cumplirá."
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Caía la lluvia, resonando como los pasos de miles de soldados con armadura que caminasen sobre el techo de paja de la casa. Athayr estaba asomado a la ventana, con la barbilla apoyada en los antebrazos, observando atentamente la tela de araña que resistía heroicamente contra viento y agua.
Entonces se fijó en la figura oscura que caminaba por el sendero en dirección a la casa. Se apoyaba en un bastón tan retorcido como parecía la propia espalda del caminante. Se cubría con un manto con capucha pardo, o tal vez negro, bajo el que a penas se vislumbraban un par de botas gastadas y otro de manos como garras de águila; pero era imposible saber si se trataba de hombre, mujer, humano o de cualquier otra raza. Se acercaba con paso firme y la lluvia parecía no molestarle ni dificultar su camino, así que cuando Athayr se decidió a ir a avisar a su madre, el misterioso visitante ya estaba golpeando la puerta de la casa con su bastón.
-¡Madre!-gritó mientras se oían un par de toques, madera contra madera- ¡Hay alguien en la puerta!
Su madre ya salía de la cocina, limpiándose la harian de las manos en la tela que colgaba de su cinturón para tal menester.
-¿Has visto quién es, hijo?-preguntó al chico mientras se aproximaba a la puerta.
-La verdad es que no se le veía la cara. Llueve y lleva capucha.
Abrió con un crujido, justo cuando el bastón iba a golpear de nuevo. El viento y la lluvia mojaron las zapatillas de ante de su madre, que miraba perpleja la figura que tenía ante sí.
-¿Me vas a tener aquí fuera con este tiempo?-resonó la voz chirriante de urraca bajo la capucha. Y con un gesto del bastón, su madre se apartó para que pudiese entrar. Se encaminó a la mesa, se sentó en una silla y por fin Athayr pudo ver su rostro cuando echó la capucha hacia atrás.
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