Viggo, el capitán
Hace poco que he descubierto este precioso artículo de Pérez-Reverte, publicado en El Semanal, sobre la interpretación de Viggo Mortensen en "Alatriste". Lo cierto es que leyéndolo, no puedo sino pensar en lo mucho que deseo que se estrene esa película -que se estrena en septiembre de este año, por cierto. Porque el Capitán es uno de mis personajes favoritos, y porque estoy segura de que Viggo es Alatriste (sobre todo después de leer ésto), él siempre consigue transformarse en sus personajes, tomárselos en serio, y tal vez por eso me guste tanto.
No era un actor, pensé de pronto. Era la imagen rigurosa del héroe cansado
Conocí a Viggo Mortensen en un restaurante de El Escorial: un danés rubio y flaco, callado, de aire tímido, que hablaba un excelente español con acento argentino. Iba a interpretar al capitán Alatriste, pero yo sabía poco de él. Lo había visto en algunas películas y recordaba sobre todo sus ojos claros, su mirada de hielo mientras atormentaba a Demi Moore en La teniente O’Neil. Me gustaba su careto flaco y duro, su talento como actor, su interés por el personaje y el proyecto. Durante aquella comida hablamos de fotografía, de literatura y de España. Dos días más tarde vino a mi casa, y mientras tomábamos café rodeados de libros relacionados con la época y el personaje, me regaló varias cosas editadas por él, entre ellas un magnífico álbum de fotografías suyas sobre caballos. En correspondencia, le di un tratado de equitación del siglo XVIII.
No nos vimos mucho durante la intensa preparación de la película, y sólo en tres ocasiones durante los largos meses de rodaje. Me llamó alguna vez para comentar aspectos del personaje y de la historia, como el lugar de nacimiento de Alatriste. Nunca lo detallé en ninguna de las cinco novelas publicadas hasta ahora, pero a Viggo le interesaba el dato. La vieja Castilla, respondí. ¿Puede ser León?, preguntó tras pensarlo mucho. Puede, respondí. Así que se fue a León y lo pateó de punta a punta, deteniéndose en cada pueblo, en cada bar, hablando con quien se le puso delante. En efecto, concluyó al fin, Alatriste es leonés. Y lo dijo tan convencido que a estas alturas ni yo mismo cuestiono ya el asunto. De ese modo, viajando, leyendo, mirando, Viggo se llenó de España; de nuestra historia, de la luz y la sombra que nos hicieron como somos. Y así, en un proceso asombroso de asimilación, terminó haciéndose español hasta la médula: lo estudió todo, trabajó hasta perder el acento argentino, y hasta frecuentó a toreros para aprender ciertas maneras, cierto sentido de respeto por el enemigo, cierta actitud de resignado estoicismo ante la vida y ante la muerte.
Hace unos días estuve en la llanura de Uclés, convertida cinematográficamente en el campo de batalla de Rocroi: allí donde, en 1643, los temibles tercios españoles fueros destrozados por la artillería y la caballería francesas. Se rodaba la secuencia final de la película, porque en Rocroi, en el último cuadro formado por los veteranos del tercio viejo de Cartagena, termina la historia del capitán Alatriste. Estuve detrás de las cámaras, espectador privilegiado, viendo a un centenar de jinetes cargar una y otra vez contra la fiel infantería española, y a Viggo en primera línea, cabeza descubierta y espada en mano, vendiendo cara su piel y la de sus camaradas. Se cree de verdad que es Diego Alatriste, me comentó el director, Agustín Díaz-Yanes, entre toma y toma. Los actores son todos unos tíos raros, añadió, pero éste es un caso especial. Lo cree por completo. Se ha metido tan dentro del personaje que parece más español que nadie. Observa esa desesperación y esa mala leche. Hasta los días en los que no tiene que rodar, se viste y se queda aparte, con su espada entre las manos, pensando. Y así está, el cabrón. Inmenso. Que se sale.
Después, en una pausa del rodaje, estreché la mano de Viggo, manchada de sangre cinematográfica. Charlamos un rato y nos fuimos a comer bajo la carpa que nos protegía del sol, mientras yo observaba su mostacho soldadesco, sus cicatrices, el coleto cubierto de polvo y sangre, los ojos claros y absortos que miraban como sólo miran los veteranos, más allá de la vida y de la muerte. No era un actor, pensé de pronto. Era la imagen rigurosa del héroe cansado. El resumen vivo de todos aquellos hombres arrogantes, valientes, crueles, que sostuvieron con su espada y con su sangre un imperio agonizante, y luego, olvidados por reyes imbéciles y por una patria ingrata y miserable, terminaron como perros callejeros, mendigos, enfermos, mutilados, ahorcados por la justicia o acuchillados en un campo de batalla. Y allí, sentado bajo la carpa frente a mi personaje, cada uno con su gazpacho, su merluza y su agua mineral en la bandeja del catering, comprendí que nunca podré pagarle a Viggo Mortensen la deuda que durante esta larga y compleja aventura cinematográfica contraje con él. Por encarnar con perfección absoluta lo que Sebastián Copons, fiel compañero de Alatriste, le dice al joven Íñigo Balboa antes de la última carga de la caballería enemiga: «Si sales de ésta, cuenta lo que fuimos».
No era un actor, pensé de pronto. Era la imagen rigurosa del héroe cansado
Conocí a Viggo Mortensen en un restaurante de El Escorial: un danés rubio y flaco, callado, de aire tímido, que hablaba un excelente español con acento argentino. Iba a interpretar al capitán Alatriste, pero yo sabía poco de él. Lo había visto en algunas películas y recordaba sobre todo sus ojos claros, su mirada de hielo mientras atormentaba a Demi Moore en La teniente O’Neil. Me gustaba su careto flaco y duro, su talento como actor, su interés por el personaje y el proyecto. Durante aquella comida hablamos de fotografía, de literatura y de España. Dos días más tarde vino a mi casa, y mientras tomábamos café rodeados de libros relacionados con la época y el personaje, me regaló varias cosas editadas por él, entre ellas un magnífico álbum de fotografías suyas sobre caballos. En correspondencia, le di un tratado de equitación del siglo XVIII.
No nos vimos mucho durante la intensa preparación de la película, y sólo en tres ocasiones durante los largos meses de rodaje. Me llamó alguna vez para comentar aspectos del personaje y de la historia, como el lugar de nacimiento de Alatriste. Nunca lo detallé en ninguna de las cinco novelas publicadas hasta ahora, pero a Viggo le interesaba el dato. La vieja Castilla, respondí. ¿Puede ser León?, preguntó tras pensarlo mucho. Puede, respondí. Así que se fue a León y lo pateó de punta a punta, deteniéndose en cada pueblo, en cada bar, hablando con quien se le puso delante. En efecto, concluyó al fin, Alatriste es leonés. Y lo dijo tan convencido que a estas alturas ni yo mismo cuestiono ya el asunto. De ese modo, viajando, leyendo, mirando, Viggo se llenó de España; de nuestra historia, de la luz y la sombra que nos hicieron como somos. Y así, en un proceso asombroso de asimilación, terminó haciéndose español hasta la médula: lo estudió todo, trabajó hasta perder el acento argentino, y hasta frecuentó a toreros para aprender ciertas maneras, cierto sentido de respeto por el enemigo, cierta actitud de resignado estoicismo ante la vida y ante la muerte.
Hace unos días estuve en la llanura de Uclés, convertida cinematográficamente en el campo de batalla de Rocroi: allí donde, en 1643, los temibles tercios españoles fueros destrozados por la artillería y la caballería francesas. Se rodaba la secuencia final de la película, porque en Rocroi, en el último cuadro formado por los veteranos del tercio viejo de Cartagena, termina la historia del capitán Alatriste. Estuve detrás de las cámaras, espectador privilegiado, viendo a un centenar de jinetes cargar una y otra vez contra la fiel infantería española, y a Viggo en primera línea, cabeza descubierta y espada en mano, vendiendo cara su piel y la de sus camaradas. Se cree de verdad que es Diego Alatriste, me comentó el director, Agustín Díaz-Yanes, entre toma y toma. Los actores son todos unos tíos raros, añadió, pero éste es un caso especial. Lo cree por completo. Se ha metido tan dentro del personaje que parece más español que nadie. Observa esa desesperación y esa mala leche. Hasta los días en los que no tiene que rodar, se viste y se queda aparte, con su espada entre las manos, pensando. Y así está, el cabrón. Inmenso. Que se sale.
Después, en una pausa del rodaje, estreché la mano de Viggo, manchada de sangre cinematográfica. Charlamos un rato y nos fuimos a comer bajo la carpa que nos protegía del sol, mientras yo observaba su mostacho soldadesco, sus cicatrices, el coleto cubierto de polvo y sangre, los ojos claros y absortos que miraban como sólo miran los veteranos, más allá de la vida y de la muerte. No era un actor, pensé de pronto. Era la imagen rigurosa del héroe cansado. El resumen vivo de todos aquellos hombres arrogantes, valientes, crueles, que sostuvieron con su espada y con su sangre un imperio agonizante, y luego, olvidados por reyes imbéciles y por una patria ingrata y miserable, terminaron como perros callejeros, mendigos, enfermos, mutilados, ahorcados por la justicia o acuchillados en un campo de batalla. Y allí, sentado bajo la carpa frente a mi personaje, cada uno con su gazpacho, su merluza y su agua mineral en la bandeja del catering, comprendí que nunca podré pagarle a Viggo Mortensen la deuda que durante esta larga y compleja aventura cinematográfica contraje con él. Por encarnar con perfección absoluta lo que Sebastián Copons, fiel compañero de Alatriste, le dice al joven Íñigo Balboa antes de la última carga de la caballería enemiga: «Si sales de ésta, cuenta lo que fuimos».
4 comentarios:
Genial Arturo, genial Alatriste, genial Viggo. Y genial tú
Es una época de la historia de la que habria mucho que aprender. Al menos, Viggo lo ha entendido...ojalá alguno más lo hiciera.
Musus
Pues sí, es algo que tiene este hombre, -que yo pienso que es genial, y otros pensarán que es un pirado-, pero pocos son los actores que consiguen mimetizarse tan bien con sus personajes. Hay algunos genios de la interpretación como puede ser Robert de Niro, o Daniel Day Lewis, que lo hacen también y de maravilla; otros, como Gary Oldman, a veces se pasan de rosca -aunque en Drácula quedó magnífico.
Qué gran momento para un creador que encontrarse frente a frente con su "frankestein". Pocos pueden decirlo. Ö_Ö
Ya me gustaría a mí haber estado ahí en ese momento, aunque fuese pasando de largo en un bus :P.
Publicar un comentario
Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]
<< Inicio